Miércoles, microcentro, alrededor de las 14.45. El horario corrido del comercio dejó la siesta en suspenso, así que el trajín es el de siempre. La circulación es intensa, porque ya sabemos que los tucumanos hemos (auto)decretado el fin del aislamiento. El operativo de control de motos desplegado en Maipú al 300 termina, como suele suceder, en escándalo. Hay insultos, amenazas, nerviosismo. La crónica es la anatomía de un instante, porque pasa de todo en cuestión de segundos:

- El lugar elegido es letal para quienes bajan por San Juan y giran a la derecha. No hay margen de maniobra, se topan de frente con el grupo de varitas y policías que conforman el retén. Los operativos que se organizan en las avenidas les dan a los motociclistas resquicios para la evasión: cruzando platabandas, subiendo a la vereda o, directamente, volviendo en contramano. Es un clásico, por ejemplo, en la zona de Casal. En el centro, prisioneros de las calles estrechas y tomados por sorpresa, no hay escapatoria.

- La capacidad de carga del camión municipal está al límite. Se acercan las tres de la tarde y sólo queda espacio para una moto más. Se la secuestran a un hombre, vestido de negro, que después de discutir con los varitas se encara con un policía que le dice algo por lo bajo. “¡¿A quién vas a hacer cagar?!, se exalta el motoclista. Están a punto de irse a las manos, hasta que los separan.

- El clima alrededor es espeso. Hay mucho público, entre los empleados de los numerosos negocios de la Maipú y los transeúntes. Todos se ponen de parte de los motociclistas. Este factor, llamemos de presión social, no incide tanto cuando los controles se realizan en las avenidas. “¡Vamos, vamos!”, arengan los varitas, ya subidos al camión, mientras les caen los insultos. No parece importarles mucho, o será que están curtidos: dos cuadras más allá, cruzando Mendoza, van a las risotadas, que de tan fuertes traspasan los barbijos.

- Algunas de las muchas expresiones proferidas, a los gritos, por los testigos del operativo: “a los que trabajan les quitan a los motos, a los choros ni los tocan”; “¿por qué no se van a los barrios a secuestrar motos? Ahí están los ladrones”; “están trabando el tránsito, váyanse a otro lado”; “los verdaderos delincuentes son ustedes”; “dejen a la gente tranquila”; y toda la gama de sinónimos asociada con el concepto de coimeros. Pasa un señor cargando un colchón y los increpa. Una señora de anteojos, fuera de sí, los insulta.

- A todo esto, un caballero de pronunciada calvicie repite, una y otra vez, que va “a hablar con el ministro”. Y se va caminando por Mendoza con el celular pegado a la oreja. No se alcanza a escuchar de qué ministro se trata y cuál sería el objetivo de la denuncia.

- Esfumado de la escena el camión municipal los policías se dispersan sin hacer olas. El que había protagonizado el altercado con el motoclista ensaya unos pocos pasos y sube a un auto blanco, del lado del conductor, estacionado a mitad de cuadra, sobre Maipú. O sea, en infracción.


Es una lucha

Hay un problema de fondo en todo esto, gravísimo, relacionado con el contrato social en el que se encuadra la vida ciudadana. En los hechos, en la calle, en el día a día, ese contrato está roto y las responsabilidades son compartidas. De la autoridad, en la que no se confía, y de la comunidad, que dejó de respetarla. La tucumana se ha convertido en una de esas sociedades en las que las leyes no se leen y las reglas no se escriben. Estamos peligrosamente entrampados.

No deja de sorprender la ambigüedad de las partes. La tucumanidad, tan propensa a pedir orden, mano dura y reglamentos, reacciona en contra de un operativo orientado, precisamente, a satisfacer esa demanda. Pide que se terminen los motoarrebatos pero se indigna cuando se establecen controles para secuestrar, justamente, esas motos robadas con las que se cometen delitos. El discurso y los hechos sintonizan distintas frecuencias. “Vaya rápido al corralón, amigo. Cuando llegan las motos las desarman y venden las partes”, alertaba un peatón a uno de los motociclistas. La apostilla demuestra lo que piensa la sociedad de quienes aplican las normas. No se confía ni en los policías ni en los varitas. Al contrario, son el enemigo.

No es una percepción nacida de un repollo. La experiencia señala, salvo poquísimas excepciones, un rosario de deficiencias culturales y educativas que en la calle se transforman en bombas de tiempo. Los policías y los varitas -al igual que los agentes de otras reparticiones provinciales, municipales y/o comunales- no saben tratar con la gente. No sólo es una cuestión de temperamento, también se trata de los modales, del lenguaje, de las formas en las que establecen relaciones ocasionales. Empiezan mal desde la manera en que manejan los gestos y las expresiones. Generan tanta tensión y desconfianza que una situación de rutina, como el control de la papelería de un vehículo, termina en una crisis de nervios. En su defensa sostienen que son permanentemente agredidos, que los maltratan, los humillan con chapeadas de ocasión, y por eso viven a la defensiva.

La conclusión es que por nuestras calles, desde hace años, circulan dos bandos que se miran de reojo sin soluciones a la vista. Lo nuevo de este diagnóstico archiconocido es la excepcionalidad de la pandemia, que disparó la anomia a la máxima potencia. Pareciera que a los vehículos los persiguiera el coronavirus, porque lo que se aprecia es un festival de giros en U y a la izquierda en las avenidas, pito catalán a los semáforos en rojo, estacionamientos en triple fila y siguen los ejemplos. O sea: todo lo que conocíamos, pero multiplicado hasta un infinito del que difícilmente se vuelva. Los conductores están cebados y -quedó expuesto- no lucen dispuestos a admitir sanciones. ¿Y entonces?


Para preocuparse, en serio

La ruptura del contrato social no es una metáfora sino un hecho palpable de la realidad. Puede sonar a exageración, pero ¿de qué otra forma se explica lo que nos sucede? Ese equilibrio virtuoso en el que la ciudadanía acepta acogerse a un orden a cambio de beneficios colectivos, en este caso garantizados por el Estado, no se traduce en las conductas propias de la tucumanidad. Entonces la cuestión no pasa por circular en moto en infracción, sino en que la autoridad de aplicación de las normas no está legitimada a los ojos de la sociedad. Hay una colisión de derechos fenomenal en nuestras calles y por eso vemos lo que vemos.

Siempre hay una emergencia sobre la alfombra, hoy se trata del coronavirus y del dengue, que está brindando un respiro pero no deja de acechar. En otra capa, no menos sensible, afloran los problemas estructurales, como la desigualdad y uno de sus efectos inmediatos: la inseguridad. Y atados a todo esto, claro, el cuello de botella en el que vive la economía provincial y la decepcionante falta de calidad de nuestras instituciones. Mirándolo en perspectiva se trata de un combo devastador que horada, segundo a segundo, la solidez del cuerpo social. Y es precisamente en la salud de ese cuerpo que se asienta la construcción de ciudadanía.

El Bicentenario proporcionaba el marco ideal para avanzar sobre estos temas de fondo y proponer un nuevo pacto -o tal vez resignificar el que ya tenemos-; un acuerdo entre tucumanos para que, reconocidos en nuestras diferencias, en nuestra diversidad, salgamos de la confusión. Esa chance se desaprovechó. No creamos que hay tantas ventanas de oportunidad en lo que viene.